lunes, 19 de marzo de 2007

Con licencia para injuriar

Octavio Quintero

Por enésima vez me separo del pensamiento dominante en el periodismo sobre la libertad de opinión que tienen los columnistas cuando ejercen su función a través de los medios masivos de comunicación.
En momentos en que está reunida en Cartagena la Asamblea de la SIP, y que tiene en su agenda el tema de la censura de prensa y la libertad de expresión, el análisis debiera enfocarse tanto a los exteriores del ejercicio cotidiano de informar veraz e imparcialmente a la gente, y de contribuir a la formación de su juicio sobre el acontecer nacional e internacional mediante columnas de opinión, como en el ínter nos de las salas de redacción en donde, creo yo, un fantasma llamado autocensura espanta tanto al encumbrado editorialista y perspicaz analista como al simple redactor.
Son tan frecuentes las calumnias e imprecisiones de los columnistas de prensa, radio y televisión; y evidentes sus parcializaciones y favoritismos, que hemos dado en creer que tienen omnipotencia divina para disponer de la honra y buen nombre de las personas, hasta llegar a incurrir, con conocimiento de causa, en el adefesio de defender a los bandidos e inculpar a los honrados, según la bilis del fantasma que fertilice en determinado momento su subjetividad.
Y parece que la señora Salud Hernández tiene un tálamo propicio a estas fecundaciones impuras. Su pluma se entinta de veneno y su ego se llena de soberbia en sus inapelables juicios, con la aquiescencia de El tiempo que sin necesidad de averiguar por qué, puede considerarse fácilmente sospechosa.
He tenido el privilegio de compartir varias veces con el magistrado de la Corte Constitucional Jaime Araújo Rentenría, y podría jurar que es un hombre impoluto, lleno de sabiduría jurídica, política, económica y social. Es, en términos simples, un hombre culto. A este hombre, a quien el presidente Uribe ni siquiera saluda porque no le votó la reelección, la ramplona columnista se atrevió a mancillar, y ahora se niega a rectificar sus calumnias, quizás bajo el influjo del mal ejemplo que han entronizado en Colombia los altos funcionarios públicos de que se alcanza más notoriedad yendo a la cárcel que acatando un fallo de tutela.
Y hemos visto a distinguidas columnistas como Maria Jimena Duzán y Marianne Ponsford solidarizarse con la solapada escribidora, como muy bien la llama el magistrado Araújo Rentaría en una rectificación que hizo llegar a El Espectador y que sólo le mereció al decano de los periódicos de Colombia en sus 120 años de existencia, un lugar en la galería de ‘Cartas de los lectores’. Estoy seguro que otro hubiera sido el tratamiento que un Fidel o Guillermo Cano le hubieran dado a esta correspondencia en la que el magistrado no le pide a Salud Hernández que revele la fuente sino que aporte las pruebas de sus acusaciones contra su dignidad y su honra.
Dejar pasar este caso, como un simple hecho baladí, uno más en el ejercicio del periodismo en Colombia, y en el marco de la Asamblea de la SIP y de la celebración de los 120 años de El Espectador, es admitir que estamos pasando de la libertad de opinión a la libertad de injuria y calumnia; y de la libertad de información a la libertad de deformación y parcialidad rampante y ramplona de los hechos y las circunstancias a las que debe acogerse todo comunicador social en razón de su buen juicio, ética y moral.
Yo, al menos, me niego a cruzar la línea.

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